I
−Vos no te estarías masturbando entonces, ¿eso es lo que estás diciendo?
No había forma de que ella, como siempre -o nunca-, hablara en serio. Es que, era ridículo, ¿qué asociación extraña era esa de decirle que la autoproporción del placer se asemejaba con esa actividad tan angustiante?
Escribir y más aún metahacerlo era lo más complicado que había intentado hacer; mantener la picardía que la caracterizaba en cada una de las líneas que se proponía consagrar, era aún peor. Ella sabía y se esmeraba en tantas otras cosas que nublaba las pretensiones de todos aquellos que se interesaban un segundo en lo que simpáticamente estaba diciendo en un momento equis.
Paremos todo: −Hablamos de lo mismo, ¿para qué querés escribir?
−No sé, ¿qué te importa? No sé para qué me preguntás eso ni ninguna otra cosa. Estábamos hablando de cómo estabas, ya casi no chateamos −él, conflictuado.
−Sí, hablamos de masturbarnos. A veceshn te cuento de alguien, como mirando el televisor −dijo. Sin contemplar ningún más allá de ninguno de ellos combinados−. Vos respondés y así.
La naturaleza de ella les impedía, a todos, disfrutar. Y él seguía afanándose en la recomendación del especialista. Sabían igual que en su inestabilidad entre comillas estaba un poco de su goce, que si no habría sido llano sufrimiento empático. Y ella lo consideraba bastante más inteligente que eso. Bueno, inteligente o modesto.
−Estoy perplejo. Esa es la palabra, sí, antes de que lo preguntes.
−Sí, puede estar bien. Me distraje un segundo.
No podía, ni una sola vez, no detenerse un momento e intentar destrozar las palabras, las que eran más intrincadas, las que intuía que podían ser cruzadas por significaciones asombrosas de las lenguas que algunos se esforzaban por llamar muertas y que ella sentía tan intravenosamente. −Hay una frase de Camus, que te la pone. Por fortuna, no es el atributo de la frase, sino la frase misma la que realiza la acción, sino, digo, estaríamos complicados los casuales acusativos, por eso de la necrofilia y esas perversiones.
Tanto tiempo gastaba, en hacer un chiste, aún si era infructuoso.
−Muchas veces considero que escuchás lo que te digo sólo intermitentemente.
Ella no lo hacía, si él hubiese podido leerle la mente todo ese tiempo, tendría la respuesta; bueno, tal vez de haber podido ya no estaría ahí, preguntando o planteándole cualquier cosa, de puro espanto.
De todos modos, respecto de lo que le venía atormentando, nunca podría escribir todo lo que con él había hecho, habían sido demasiadas horas en las que sus personajes se habían idealmente conformado para que el otro se vea imposibilitado de no sentir esa sensación de unicidad. Había música de por medio y eso lo hacía más crítico. ¿Cómo iba a dejar eso tan libremente?
−Vos dijiste que robe, que de eso se trata escribir. Y ahora, ¿qué? Creo que he armado un monstruo con todo lo que no pudo ser o todo lo que estuvo siendo y lo que no y no será por un tiempo largo. No puedo decirlo muy bien. Junté pegajosamente la infinidad de palabras que nos dirigimos, todos los discursos que nos atraían y temo que vayan a quedar ahí, en el fondo del freezer con los fideos esos que están ahí hace tres meses. Igual, está bien. No sé.
−Nunca me gustó mucho eso del otro con mayúscula que a veces me decías. Pero intuyo que no puedo hacer más. Sabés cómo ir llegar volver. Siento que ni siquiera estás queriendo destrozar aldeas. Eso es aún más difícil de asimilar. Odio este chat y todos tus recorridos mentales a donde no tengo permitido ir.
−Ahora estoy mejor. Se siente casi igual que no estés cuando estoy afligida.
II
−Mirá si la gente no me entiende y termino siendo un best seller.
Claramente estaba contrariada. Se había dado cuenta en esos días de angustia de que no había aprendido a aprender, sino sólo a hacerlo parcialmente, sobre lo que había estudiado esos cinco años. El enfrentamiento con la realidad, evidente, había propiciado la concepción mental, no fáctica, del salto. Pero claro, los minutos de reflexión y llanto hipante, la regresaron a esa persona común, centrada que no iba a desesperar por el descubrimiento lúcido de la angustia por lo absoluto y el ciento por ciento.
−Correré gritando por las calles, que no, que no, que no soy eso que creen que soy, que en todos los vacíos de un amor cursi y chistes básicos debería figurar una interminable sucesión de signos de pregunta o de breves acotaciones grabadas ad hoc −insistía.
Su madre le había dicho que tenía complejo de Leonardo Da Vinci, que eso podía darse en el Renacimiento, pero que ahora las cosas ya no eran así. Ella pensaba que tal vez porque hay otras cosas ahora; siempre decía que Avicena había escrito tanto hasta los diecinueve porque no había tenido internet. Su madre siempre fue letal.
−Considero que ahí está justamente la cuestión, cuando chateás te relatás −concluyó, poco suspicazmente.
−Te voy a citar en mi libro, tipo dedicatoria. Con tus intervenciones tiro un par de capítulos.
−El libro va a ser sobre mí, tontita −él, el engreído de siempre.
−Yo puedo manosearte todo lo que yo quiera. Relatarte hasta esas manos y el sonido estrecho del ascensor. Calculo que sería poco fácil distinguir la ficción de la realidad. Pero ¿qué es una y otra sino una diferencia de grado y perspectiva?
−No me nombres, todos se van a dar cuenta −su seguridad, hasta invertida, a ella la seducía lejos y constantemente.
−Dejé de nombrarte hace rato. Igual nunca fuiste vox populi. Pero, eso es más íntimo, no lo tomés a mal. Si no me defendía yo de vos, ¿quién?
Solía descoser los relatos, empezar por lo último, ir al origen. A veces era eterno y se volvía un recorrido autorreferencial infinito. Pensar en el origen de la búsqueda del origen. Si notamos muy precisos, el tiempo implicado se exponenciaba.
Ella siempre se entretenía. No podía decirse otra cosa.
III
−De haberlo sabido podríamos no haber tenido excusas −estaba, otra vez, oscilante.
Sí, se sentía mediocre, de nuevo. Esperaba constantemente que eso se estuviese tratando de un momento, que tenía que atravesar. No pensaba en consuelos metafísicos de bolsillo, sólo quería que en un mes ya no se estuviese quejando 24/7. Él también lo quería, ella lo sabía y eso de alguna manera, que no se alejaba de los problemitas que estaba teniendo, le estaba afectando circularmente. Y entonces ondeaba una banderita egoísta:
−Bueno, para qué te voy a mentir: no sé ver la parte positiva. Ahora todo es pésimo.
Él esperaba que ella terminara, no de puro atento, sino porque esperaba una novedad en el relato que muchas veces no llegaba.
−¿Sabés qué pasa? Es todo de medio pelo. Un ámbito se ve en detrimento de otro, concomitantemente y ninguno llega al éxito. Si de última lo aceptara. Pero no, sufro. Ya sé que tenés ganas de reírte, que todos piensan no sólo que estoy errada, que hacés muchas cosas, es comprensible, que que no te vayas a Murcia no significa que no estés haciendo las cosas bien, aunque este no sea el momento, que tampoco es tan grave, que tu vida muchas veces pasa por otro lado y que ese otro lado es buscado por vos y gozas con él, hasta que te empezás a sentir culpable por todo el mundo que, rodeándote o no, no está disfrutando. Sé que no decís nada porque pensás esto. Sé que sola puedo pensar tan destructivamente cuanto quiero, y al extremo. Sé que esto es poco atractivo y eso no me gusta porque bueno, me da miedo. Ella me dijo que estoy todo el tiempo quejándome, yo le dije que sí, que solía ser la brontolona, pero que yo creía que eso ya había pasado. Quizás tiene que ver con el año del conejo o alguna posición planetaria que afecta a cáncer. Empiezo a sentir que las cosas se vencen sobre mi cabeza, ya no deseo distantes venturas y pido que los exámenes se retrasen una semana, así de sobrenaturales son mis pedidos. Perdón, te atosigué, me callo.
Él le besó un ojo, como a ella le gustaba.
IV
−Creo que no lo estás haciendo tan bien. No se nota tanto tu desasosiego como creo que lo manifestarías si te escuchara decirlo.
−Ha pasado un tiempo considerable, no sabés ni cómo muevo la boca. Igual, acepto tu crítica constructiva. Ahora uso calzas, ¿Se te cruzó alguna vez?
En ese momento, retrospectivando, recordó. «Mirá, disculpame, pero no la traigas más con las calcitas, los compañeritos se enloquecen». Su madre la había encontrado alejando a un par de niñitos con una rama de paraíso. La calza tenía colores violetas. Ella, tres años. Casi todos los días esperaba a su hermana para comer el sanguchito de dulce de membrillo, en el recreo pegada a la ventana de su salita. La maestra no podía negarle la entrada, con esa cara y ese tamaño. Pasaba, se sentaba bien cerca y comía mirándola. Pero, pero, ya era pasión de multitudes. Sin haber alcanzado el principio de individuación. Años más tarde la gracia seguía intacta. Ahora daba clases, a un niño crecido y hormonalmente activable y ese día se equivocó.
«¿Eso es un jean?» preguntó el niño, más rápido de lo que ella había esperado.
«Mmno, es una calza… como las que usa tu madre» remató, pero cuántas muchas Yocastas hay por ahí, pensó después.
«No las conozco yo a esas».
Quince o dieciséis peludos años, y manipulando los relatos, le había sugerido que él quería probar masajearle los pies. A lo lejos, una sirena. ¿Qué escena irrisoria y monumental se había configurado en su mente para llegar a esbozar tal propuesta? Argumentó que él se lo había hecho a la odontóloga, cuando fue a sacarse el molar perdido en el paladar. Tras unos largos segundos de confusión terminó diciéndole, un tanto exaltada, que ella hacía lo que quería con sus pies, que eran suyos y podía decidir, que no. El niño, por alguna indescifrable especulación, le seguía preguntando porqué. Ella se preguntaba si el aumento de sueldo y la reducción de horas no tendrían que ver con alguna imaginación de los padres para hacer las cosas más expeditivas o con alguna forma de remordimiento, al ya haber atado los cabos.
Igual la culpa fue suya, por ir de ojotas semanas después de la primera fase propositiva. Y esta vez, por ir con esas calzas negras. El niño murmuraba cosas del tipo «vos mañana no venís, ¿entonces? porque justo iba a hacer la tarea» u «¿hoy estás libre a la mañana? porque yo salí temprano, podríamos haber aprovechado…». Sí, así, con la consecutio temporum poco clara razonaba de una forma paralela a la normal y ante la pregunta de clarificación, un nada como respuesta. Ella por ningún motivo quería ahondar. Terminaron un par de subordinadas, se puso rápido el piloto, de modo tal que se cubrieran sus dotes andromaqueas, bajó las escaleras para buscar a la madre del niño, comprar un cospel, volver a casa.
−Perdón el delay. Estoy sin dormir, el desasosiego tal vez se reactive mañana, por si te preocupa. Hubo como un viento leve en un barco cuando empecé a recordar el sesenta por ciento omitido del parcial en el bondi. No voy a dejar de ser incapaz en un par de horas, pero alterno momentos de olvido que me producen tranquilidad. Por chat es más difícil, aparte, ¿querés que insista con eso? o pongo idem, lo vamos viendo.
V
Moviendo, acusadoramente, la caja:
−Te digo algo: te faltan dos piezas del del gato con botas.
En su ausencia había completado los seis motivos de cuentos infantiles, versión rompecabezas. A ella le recordaba a esas tardes, medio oscuras, por la dirección del sol que no entraba, medio frescas en la casa de su abuela paterna. Le recordaba las vacaciones acrónicas en las que armaba rompecabezas, subía esa escalera pseudocaracol para llegar al taller con esa máquina de coser vieja del pedal grande, bajaba al cuasi sótano donde había infinidad de dulces con etiquetas de colores en degradé –la abuela era tan recelosa del de frutilla, eso siempre le pareció de amarreta y de poco abuela-, y el patio lleno de plantas que por su tamaño de niñita siempre le pareció inmenso. No había nada más para recordar, el resto era silencio. O era una enfermedad o su memoria trabajaba con economía. Simplemente olvidaba. Sentía un terror ingente. Dependiera de qué, claro. Otras cosas, mejor. El espacio liberado podía llenarse con ene número de cosas, importantes o no. No sentía nada hacia su abuela ni ninguno de todos ellos. Una total apatía. Afortunadamente eso le dejaba la posibilidad de querer a un mayor número de personas o mucho a alguna en particular. Era matemática pura.
−Sí, me imaginaba, deben estar en el de mil piezas, o entre las fichas del juego de la vida, viste cómo son esas cosas. Disculpame por la falta, Iván.
−Ahora no sé si quiero leer qué estás escribiendo. Igual, agregame, tal vez cambio de opinión. Parecés de esas a las que se le acaban las ideas, quizás eso me cause premura para aprovechar antes de que se desperdicie.
−Okay, todos entendimos la idea –concluyó ella, dándole una palmadita y riéndose así.
VI
−Escribamos algo juntos −le propuso, porque había flasheado con ella, todos pensaban que ese era el verbo, aunque fuese tan moderno. Ambos lo habían hecho. Qué más daba.
Ella últimamente switcheaba y se extrapolaba con una facilidad asombrosa.
Más de dos tercios de su vida hacia atrás, esa vez.
De noche había mucho silencio. Ella no sabía muy bien si era en comparación con los grillos y esos ruidos nocturnos serranos de su casa. Pero sentía hasta el eco de sus talones. Su hermana siempre le dijo que hiciera taco suela punta, más de noche cuando otros dormían.
Normalmente después de comer antes de dormir jugaban al karioka, alrededor de la mesa, ellas un primo la abuela y su hermana. Tomaban helado o comían bombones. Siete cartas, dos piernas, ocho, una escalera una pierna, nueve, dos escaleras, diez, tres piernas, once una escalera dos piernas, doce dos escaleras una pierna, trece tres escaleras de cuatro cartas. Siempre cortar y hacer menos diez.
A la mañana les hacía café, y siempre había olor a café y leche y a que había regado las plantas debajo de la ventana. Siempre mucho eco, pero eso eran dimensiones y ópticas, como la eternidad de un tobogán cualquiera.
A la noche se bajaba de la cucheta de hierro, descalza, talón ruidoso, iba al baño. Llegaba con esfuerzo al interruptor. Odiaba cuánto tardaba en prenderse el tubo. Trik tilc. Hacía ruido, hasta que al fin iluminaba el inodoro, la meta. Con una rara y aparente sensación analéptica o proléptica, -según dónde nos situemos en la narración- que era resultado de series forenses que vería muchos años después, ese lugar le producía frío y miedo. Uno nunca sabe qué puede haber detrás de la cortina de la ducha. Esa no era su casa. Jamás. Las puertas no eran para ella inescrutables ante otros. Y hacía mucho frío. El sol parecía que no llegaba nunca. Ese lugar siempre había sido un vacío, sin padres. Pensó más de una vez en que el espejo del living podía ser el de la segunda Alicia, también, en la nada de las fotografías familiares y en las cajitas hechas con cáscaras de mandarina dándoles formas, así, pero tenés que pelarla muy prolija, sino no va a cerrar, se secan las mitades y para siempre ves las rayitas y el olor a mandarina, podés ponerle aritos, después, dentro. En las cajitas que estaban en el mueble sobre el teléfono, en ver anotado Jorge entre los números rápidos, la cantidad de imanes en la heladera, el color azul oscuro del lavadero, la puerta de hierro que daba al patio.
−Sí, en respuesta a tu pregunta, podría escribir sobre mí.
Él la sentía tan lejos. Quizás se gustaran un poco pese a todo para siempre. La cosa los excedía, al parecer.
VII
−Dijiste que ibas a volver −retomó él.
Eso había dicho, sí. Pero también que las posibilidades de que algo funcionara se habían reducido considerablemente.
−Habíamos incluso hablado tanto de enanos, que creí que teníamos algo −dijo tal vez con cierto matiz, aunque, ¿cómo saberlo? los íconos no habían avanzado tanto. Cambió su estado a ausente.
No podíamos decir que él no sabía qué argumentar, siempre cerraba muy bien las ideas y apelaba a la endeble tesitura de esa interlocutora a la que prefería sobre otras. Aunque todo ese tiempo se habían encargado de desaparecer para el otro.
−¿Vos podrías haberte dado cuenta de que estando esperando el E1 sentada en el cordón cuneta un auto me desfiguró el cráneo? ¿O que mi gato pasó la noche en la terraza? Decime -escribió.
Tenía una fascinación por los accidentes tremendos. Pero tampoco la locura, le tenía miedo a la muerte como si los diecisiete años de choque con la cultura no hubiesen jamás hecho mella. Siempre anheló, al menos, presenciar un accidente. Dijo una vez que quería sentir el momento del mismísimo quiebre óseo ante equis guardagolpes. Cuando estaba agotada una vez había pensado arrojarse en una intersección de la plaza España muy concurrida -pero no sin antes habiendo escrito una nota que salvara de culpa al chofer que minutos antes había sido tan caritativo en frenar y subirla ante su señal, que no era cosa corriente en esos tiempos ni en esa línea, ni en esa ciudad. Pero también podía ser otro el atropellado. Eso dependía de otros factores. Algo buscaba, parecía. Siempre era creativa y le importaba su gato, por otro lado.
La cosa era que no, él con esa frecuencia de charla que tenían nunca lo hubiese sabido, hasta que de algún modo un día se enterase por ella misma o por su Facebook. Para ella respecto de él era igual. Sólo que no lo podía soportar, quizás en otra posibilidad del ser, ellos se articularan, remitiéndose sin importar en qué términos. Era inefable, por ahora.
Pero él ya había cerrado sesión y apareció como desconectado.
−Yo también lo pensé −concluyó. No le reenvió ni su pregunta ni deliberación, cerró la ventana, el msn, apagó la compu, salió para la facultad, como cada miércoles.
[esto fue escrito hace.. diez años]